Domingo Domingo: Quien pierde los orígenes, pierde la identidad.
Por circunstancias sentimentales pasé algunos meses de mi juventud en Borriana,
localidad castellonense que se encuentra justo al lado de Las Alquerías del niño
perdido, lugar donde se centra la acción del documental Domingo Domingo. Este
municipio estuvo integrado en Villarreal hasta 1985, momento en el que se segregó.
Mi conexión pasada con la costa del Azahar me sirvió, entre otras muchas cosas, para
conocer de primera mano como funciona el negocio de la industria de la naranja, ya
que, además de la cerámica, en esa zona se vivía entonces sobre todo de la producción
de cítrico.
Más de un video me tocó ver donde se explicaba con todo lujo de detalles el recorrido
que hacía el producto desde que se plantaba hasta que llegaba finalmente al
consumidor. Por aquellos tiempos los mismos agricultores se veían beneficiados
directamente del fruto de su trabajo, y recuerdo que no les iba muy mal del todo,
porque los BMW y Mercedes aparcados en las aceras no eran precisamente pocos.
Este pizpireto documento que se puede visionar en la plataforma de Filmin nos viene a
explicar a bote pronto que la cosa ha cambiado radicalmente desde finales del siglo
pasado. Ahora los campesinos ya no son los amos y señores de su producción y deben
pleitesía a las multinacionales, el capital financiero, los latifundios “depredadores” y
parte del agronegocio, que dominan con mano dura e inflexible la huerta valenciana
en particular y por extensión los campos españoles y europeos en general.
Los gastos se multiplican y los beneficios menguan, lo que les ha llevado en muchos
casos a una situación difícilmente soportable que les ha llevado a plantearse si vale la
pena la dura dedicación diaria. La amenaza se extiende por toda la comarca, a lo que
encima hay que añadir los salarios precarios de los temporeros y la presencia de
elementos extraños que socavan la cosecha, como ocurre con los conejos y los jabalís,
lo que ha acabado poniendo en serio peligro la soberanía alimentaria.
Y es precisamente ahí, en este espacio de incertidumbre y precariedad, en este agujero
en el que se encuentra sumida la citricultura valenciana desde hace un tiempo, que
aparece nuestro protagonista de la historia, el pícaro de toda la vida, más español que
la tortilla de patatas, con un nombre y apellido que hace justicia a esta misma
condición picaresca: Domingo Domingo. No es broma, ni se trata del título de un
programa de televisión de fin de semana.
Este personaje tan excéntrico como seductor tiene el mismo nombre y apellido
dominical. Un auténtico fenómeno a contracorriente que ama su profesión de
horticultor y que no duda en confesar que no abandonaría sus labores de labrador ni
por todo el oro del mundo. Eso sí, busca por activa y por pasiva la oportunidad de
enriquecerse para al menos disponer de un nivel de vida superior.
Resulta que por esas casualidades de la vida ha dado con lo que él cree va a ser su
Vellocino de oro, en forma de variedad única de mandarina resultado de la mezcla de
injertos practicada en su plantación. Como si de El cuento de la lechera se tratara, el
bueno de Domingo ya se imagina pegándose la gran vida en cuanto pueda convencer a
las comercializadoras de que su producto es tan singular como exclusivo. Y la puesta
en marcha de su idea es la piedra de toque que nos va a servir a los espectadores para
que nos hagamos una idea bastante clara de como funcionan las cosas en este campo
determinado. Empleando en varias ocasiones el socorrido reclamo de “David contra
Goliath”, las trabas no habrán hecho más que empezar en cuanto nuestro héroe
comience a pergueñar la manera de llevar a buen puerto su sensación revolucionaria.
Ya de entrada los mismos miembros de las asociaciones locales de naranjeros le
plantearán un montón de dificultades a las que Domingo atenderá perplejo: su
variedad es tan solo una, pero los laboratorios más sofisticados se esfuerzan en
producir cientos de variedades únicas. Así que tiene que ser mucha casualidad que la
suya sea la que sobresalga entre todas. Además, con la burocracia hemos topado, y el
montante económico inicial al que deberá hacer frente no será baladí.
El tono del documental es muy berlanguiano, como no podía ser de otra manera dado
el territorio donde se ha filmado el documental, punteado en todo momento por una
banda sonora alegre y vivaz que enfatiza el tono de comedia. Y la personalidad de
Domingo viene como anillo al dedo para dotar de un ritmo trepidante a la narración.
Su carácter vivaracho e indómito y su empecinamiento en no parar quieto da como
resultado que en más de una ocasión esbocemos una sonrisa, y porqué no decirlo,
cruzamos los dedos para que su empresa no caiga en saco roto y al menos le de alguna
que otra satisfacción.
También ayuda al gozo del visionado, y de qué manera, esa pléyade de
acompañantes secundarios que van pululando entre fotogramas, con mención
especial al inigualable sanedrín formado por los vetustos sabios en la cosmología de la
naranja que se reúnen en el bar del pueblo para regalarnos una composición de lugar
de la realidad de los quehaceres locales a la par que ampararse en el clamor de la
letanía con el objetivo de convencernos de que los tiempos pasados fueron mejores, y
que los de ahora ya no tienen remedio, como por ejemplo en cuanto al relevo
generacional se refiere. Lo divertido del asunto es que ponen tanta pasión en sus
premisas que en alguna ocasión incluso están a punto de llegar a las manos. Todo un
disfrute.
Los elementos más valencianos también están muy presentes a lo largo y ancho del
documental: reuniones de las peñas; los paiporta vecinales; paellas por un tubo;
petardos y mascletás por otro tubo…
Escribe Francisco Nieto